La Tercera
Mi Cataluña
Dicen que al mundo, al de cada uno, solo se le mira una vez. Y esa es la infancia. Luego ya es patrimonio de la memoria, la que arrumba lo malo y retiene lo bueno
Contra los jueces
Laboratorio o jardín

El pan de payés, tostadito, el tomate de ramallet que regalaba su jugo, una pizca de sal de escama y el fuet como le gustaba a mi abuelo: ni muy fino, ni muy grueso ni muy blandito. Mi abuela restregando ese pequeño tesoro con delicadeza, sin escatimar el aceite que yo creía andaluz y ella me corregía: «No, para el 'pa amb tomaca' mejor el de l'Empordà». Mi Cataluña era mi madre soltando el cesto de la playa. Alta, morena, guapísima, entrelazando sus manos con las de unos desconocidos para bailar la sardana en el paseo marítimo de Palamós. Ahí, sentado en el murete, mis hermanos y yo esperábamos a que terminaran esa danza hermosa, comunal, fraterna, que alternaba pasos cortos y largos. Mi Cataluña era mi padre, gaditano y marino, contándome la relación de nuestra ciudad milenaria con Cuba mientras escuchábamos tumbados en la arena las habaneras en Calella de Palafrugell. Mi Cataluña eran mis primas girando de un idioma a otro con naturalidad y amabilidad mientras toda la familia reía de mi lectura, un enano, del texto de la caja de neulas de Casa Trias que acabábamos de devorar. Es verdad, 'mare, no parlo català', lo perpetro. Mi Cataluña era la mujer de Patricio cortando contra su espetera gruesas hogazas para mojar en la sabrosa salsa de los caracoles. Mi Cataluña era el 'meu avi' con la horchata en una terraza de la rambla de Gerona y yo, mocoso, preguntándole por la guerra. Mi Cataluña era el abuelo Agustí mirando al frente: «Nieto, la guerra fue un fracaso de todos». Mi Cataluña era, aún es, la memoria del bisabuelo, a quien su íntimo amigo Francesc Cambó le rogó que saliera de Gerona porque lo iban a matar. Él se negó porque ya tuvo que abandonar Cuba y eso no le iba a volver a pasar. Y lo hicieron, unos pistoleros de la CNT cuando se dirigía a caballo a atender a las familias obreras que malvivían en las casas humildes de Sarrià de Ter. Contaba el abuelo que su padre rechazaba las gallinas con las que le quería agradecer esa gente tan noble como generosa y agradecida que el doctor Riera no les cobrara por lidiar con la muerte en aquellas covachas. Mi Cataluña es el fuego crepitando en la chimenea mientras mal cantábamos 'La gavina' de Marina Rossell, aunque el abuelo tarareaba más, muy quedo, 'Rossinyol que vas a França'. Mi Cataluña son mis hermanos sujetando un fanal al paso de los Reyes Magos. El rato largo mientras buscaba el caganer en el enorme belén de casa de mis primas ante la mirada cómplice de mi tío Gabriel, con la certeza de que yo sería el menos avispado en la búsqueda. Mi Cataluña eran las excursiones a Camprodón, pendientes de que el 124 no se fuera ladera abajo porque en el bellísimo pueblo del Ripollés mi padre nos compraría uno de sus tradicionales bastones y una lata de galletas Birba que nos zamparíamos camino de vuelta, para desesperación de mi madre. En Madrid, mamá nos regañaría a Luis y a mí por jugar al hockey en el pasillo y volvería a repetir lo que nunca cumplía: «El próximo año, nada de bastones». Mi Cataluña eran los hermanos y primos aporreando el tió tió para que cagara 'turró', y los regalos, claro. Éramos unos privilegiados porque esas navidades teníamos el Santa Claus catalán y unos días después a los Reyes Magos gaditanos. Mi Cataluña era el olor de los cruasanes recién hechos, el brazo de gitano, las merendolas con mi primo mientras oíamos 'Space Oditty' de David Bowie y Marta insistía siempre sin éxito en que nos gustara alguna de los Sopa de Cabra. Mi Cataluña eran, puede que porque el amor se cuida por el estómago, las brasas tostando la piel del 'conill' mientras alguien de los mayores preparaba el alioli y el resto cruzábamos los dedos para que no se le cortara. Mi Cataluña era ver caer la tarde esperando que algún día volviera ese gato montés que jamás, como el caganer, vi entre los maizales. Mi Cataluña era salir a pescar con Amador en su barco, alzarme en la proa y alertar a los pescadores que a barlovento se adivinaba la silueta de un junco atestado de piratas malayos y deberíamos prepararnos para repeler el abordaje. Mi Cataluña eran el pedaló, las piernas acalambradas y mi padre resoplando satisfecho mientras se zambullía en ese mar que tanto amaba. Mi Cataluña era la catedral donde se casaron mis padres; mi imaginación que me hizo ver a Isaac el Sec por las callejuelas del Barrio Gótico; las murallas con el olor a pólvora y los bravos vecinos resistiendo los embates de los gabachos de Napoleón que cabalgaban, allá a lo lejos, por el parque de la Devesa. Mi Cataluña era pelar pimientos para la escalivada, con Serrat siempre sonando al fondo. Mi Cataluña era ir a casa de los payeses y esperar con ellos al almuerzo con el conductor de Danone que venía a llevarse la leche. Mi Cataluña era imaginarme cazando con una escopeta que apenas podía levantar el enorme jabalí que presidía la casita. Mi Cataluña era parar a comer en la Almunia de Doña Godina porque subir desde Cádiz en el Seat hasta la casa de los abuelos en Gerona era un trecho largo de ventanas bajadas y Luis y yo contado toros de Osborne y muñegotes de Michelin desde el Puerto de Santa María hasta casi entrar en la ciudad. Mi Cataluña era correr por las Ramblas hasta el puesto de xuxos, con el terrible dilema de decidir si relleno de chocolate o de crema. Mi Cataluña era esa pegatina pegada en una papelera y preguntar a qué se refería ese sol sonriente que decía «Nuclears no, gràcies». Mi Cataluña era mi madre orgullosa mandándonos a tirar los vidrios, «que eso a Madrid todavía no ha llegado». El abuelo con su guayabera recibiendo al de los sifones y relamiéndose tras el primer sorbo, su despacho siempre milimétricamente ordenado, con los libros de Medicina alineados, el esqueleto, un corazón de plástico nada romántico y el águila que llevó al taxidermista después de que se electrocutara contra un poste en la finca. Mi Cataluña eran las calles de Gerona tapizadas de flores, una explosión de colores, la gente componiendo primorosos lienzos. Mi Cataluña era aquella barretina que me llevé a Cádiz porque fue en Gerona y no pasado Despeñaperros donde oí las primeras historias sobre el fiero bandolero Serrallonga. Mi Cataluña era descubrir a La Trinca, a Eugenio y enamorarme de Sílvia Munt, la Colometa de 'La plaça del Diamant'. Mi Cataluña, ya sé que tecleo desordenado, era una novieta de verano a quien el gaditano sin acento le pareció exótico. Recuerdo, eso sí nítidamente, que a Aida el pellizco le duró poco. Mi Cataluña era mi tía bióloga, que había viajado a la India y que mi madre me aseguraba que hizo un anuncio de Levi's. Porque a mi madre, viajada y cosmopolita, su Cataluña era la minifalda, el biquini, trasnochar y bailar twist hasta el alba. Su Cataluña era la libertad que a muchas jóvenes en el resto de España todavía se les negaba. Mi Cataluña era moderna cuando subías desde la meseta, abierta, plural y un pelín francesa. Mi Cataluña era, ya treinteañero, sentirme como Julio Numhauser en busca de una Mercedes Sosa que pusiera voz a su dolor, a su pena, ahora que todo cambia.
Mi Cataluña es una infancia que no volverá, el recuerdo que me niego a olvidar. Mi madurez, una grieta que me quema el alma, una rabia que me consume y una pregunta que me atenaza: ¿por qué tengo que sentirme 'foraster' en una tierra que también era mi hogar?
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