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El joven Papa: todos tenemos un pasado (los cuatro últimos pontífices, también)

La llamada de la fe

El joven Papa: todos tenemos un pasado (los cuatro últimos pontífices, también)

Un veinteañero Robert Prevost mucho antes de convertirse en el Papa León XIV.

Cuando aparecen nuevas fotos de la juventud del papa León XIV, repasamos la infancia y juventud de los últimos pontífices hasta el momento en que sintieron 'la llamada'. ¿Tuvieron todos ellos vocaciones tempranas?

Viernes, 06 de Junio 2025, 12:57h

Tiempo de lectura: 6 min

Un anciano sabio y experimentado, pero distante desde el trono de Pedro en el Vaticano. Durante siglos, esta fue la imagen que evocaba la palabra ‘Papa’. El pontificado de Juan Pablo II, sin embargo, cambió para siempre esa percepción. Viajero y cercano, el religioso polaco se abrió al mundo y subrayó la importancia de sus orígenes a la hora de moldear su estilo de liderazgo. Desde entonces, revisar la juventud de los pontífices, sobre todo su vida previa al ingreso en el seminario, es un modo de acercar a los fieles a unos hombres que, más allá de su santidad y liderazgo espiritual, han sido y son humanos.

Robert Prevost tenía apenas seis años cuando una vecina de su pueblo, al verle jugar a dar misa con sus hermanos, le dijo que sería el primer papa estadounidense. La anécdota, revelada por su hermano John y ya parte del imaginario colectivo alrededor del nuevo papa, se repite de forma insistente desde su elección el pasado 8 de mayo para subrayar su temprana relación con el catolicismo.

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Una familia muy católica. Su madre, Mildred Martínez desempeñó un papel clave en la vocación del actual Papa. El menor de tres hermanos –Louis, militar retirado, y John, director de escuela jubilado–, consultó con ambos su nombre papal en caso de ser elegido, en la víspera del cónclave del que salió elegido pontífice.

El ahora Papa, de hecho, asistió a una escuela católica, cantaba en el coro y servía como monaguillo. Su familia, con raíces inmigrantes (francesas por parte de padre, caribeñas por parte de madre), era profundamente cristiana. Su padre era catequista y su madre llegó a presidir la Sociedad del Altar y Rosario de la Iglesia de Santa María en Dolton, el suburbio de Chicago donde Prevost pasó su infancia.

Curiosamente, fue su inclinación a las ciencias lo que acabaría redirigiendo su vida hacia el sacerdocio, ya que estudió Matemáticas en la Villanova University, en Pensilvania, una universidad católica de la Orden de San Agustín, el lugar donde se fue alumbrando su vocación.

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Estudia, reza, canta. Prevost (derecha) canta, en 1973, con sus compañeros del Seminario Menor San Agustín de Holland, institución educativa de los Padres Agustinos, en el estado de Míchigan donde obtuvo el Bachillerato ese mismo año.

De hecho, tras licenciarse en 1977, a los 22 años, ingresó en el noviciado de esa orden religiosa en San Luis, Missouri. Fue un año de formación clave en su trayectoria, con énfasis en la vida comunitaria, la espiritualidad agustiniana y el discernimiento vocacional que lo llevó, finalmente, a ingresar en el seminario –uno vinculado a la misma orden– y, cinco años después, en 1982, se ordenó sacerdote.

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El antecesor de León XIV se ordenó sacerdote a los 32 años. Niño curioso, observador y despierto, le gustaba aprender, preguntar y ayudar en casa, un humilde hogar de inmigrantes italianos. Apasionado del tango y la literatura, Jorge Mario Bergoglio vivió una infancia y juventud de lo más normales, incluyendo algunas experiencias amorosas, aunque no tuvo ninguna relación formal o prolongada.

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La llamada jesuita. El joven Jorge Mario Bergoglio en sus años de formación, que inició en el seminario de Villa Devoto, en Buenos Aires; prosiguió con dos años de noviciado jesuita en Santiago (Chile), y culminó en el Colegio Máximo de San José, de la Compañía de Jesús, en Argentina.

La espiritualidad había estado presente en su vida, pero no sintió la ‘llamada’ hasta poco antes de cumplir los 18 años. Ocurrió el 21 de septiembre de 1953, día de San Mateo, el recaudador de impuestos al que Jesús acabó convirtiendo en uno de sus apóstoles. Toda una señal, a ojos del difunto pontífice. Fue ese día a confesarse a la parroquia de San José de Flores, en Buenos Aires y, al salir del confesionario, según él mismo reveló, sintió la fuerte certeza de que debía ser sacerdote.

Tardaría, sin embargo, cinco años en tomar la decisión final. Estudió Química y trabajó en un laboratorio, mientras aquella ‘llamada’ iba germinando en su interior hasta que, finalmente, con 21 años, ingresó al seminario y, poco después, se unió a la Compañía de Jesús.

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El alemán Joseph Alois Ratzinger, en cambio, enfiló el camino hacia el sacerdocio muy pronto. De familia profundamente católica, fue bautizado el mismo día de su nacimiento, un Sábado Santo, ejerció como monaguillo y entró en el seminario menor de Traunstein, en Baviera, a los 12 años, la edad habitual de ingreso hasta que, en los años 60, el Concilio Vaticano II reformuló la idea de vocación y formación sacerdotal y la edad de ingreso se fue postergando hasta los 18 años.

Su inclinación hacia el sacerdocio creció en su interior en aquellos años, según sus propias palabras, con toda naturalidad, sin vivencias reseñables e influenciada, sobre todo, por su creciente inmersión en la liturgia católica. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, los nazis cerraron el seminario, para transformarlo en un hospital militar, y el futuro Papa, tras ser trasladado a otro centro, la antigua escuela femenina de las Madres irlandesas de Mary Ward, en Sparz, igualmente clausurado poco más tarde, volvió a su casa y continuó sus estudios en el instituto de su pueblo.

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Monaguillo. De familia fervorosamente católica, Joseph Ratzinger comenzó su trayectoria en la Iglesia como monaguillo, cuando tenía ocho años. Cuatro años después, ingresó en el Seminario Menor.

La guerra, sin embargo, acabaría transformando definitivamente su vida. Reclutado a la fuerza, con 16 años, en 1944, sirvió en zonas cercanas a su casa con destinos varios como la defensa de la fábrica de BMW, ayudante de baterías antiaéreas, construcción de barreras antitanque y trincheras, aunque, por suerte para él, nunca fue enviado a la primera línea del frente.

Un día antes del final de la contienda en Europa –Alemania se rindió el 8 de mayo de 1945–, fue detenido por las tropas estadounidenses y encerrado en un campo para prisioneros, donde pasó más de un mes hasta su liberación el 19 de junio de ese mismo año. La experiencia de la guerra acabaría transformando para siempre su vida ya que, más tarde, Ratzinger admitiría que el terror nazi –«el imperio del ateísmo y la mentira que representaba el nacionalsocialismo»–, fue decisivo en su inclinación definitiva hacia el sacerdocio y en su concepción del catolicismo como un baluarte de la verdad y la justicia. Nada más terminada la guerra, de hecho, regresó al seminario y se ordenó en 1951. Tenía 24 años.

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Karol Józef Wojtyła, el papa 264 de la Iglesia católica, creció en una familia muy católica, pero no mostró interés en su adolescencia por la vida religiosa. Lo suyo era el teatro, la literatura, una intensa vida social y, muy en especial, el deporte ya que practicó el fútbol, la natación, el esquí, el montañismo­ e, incluso, ganó varios torneos de ajedrez.

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Doctor y vicario. Karol Wojtyła en sus tiempos como vicario en la parroquia de Niegowić, en Polonia, cargo que ejerció durante un año, entre 1948 y 1949, tras doctorarse en Filosofía en Roma. Fue aquí donde inicio su labor pastoral.

Al igual que sucediera con su sucesor, la Segunda Guerra Mundial cambió su vida para siempre. Tenía 19 años cuando, el 1 de septiembre de 1939, los nazis invadieron Polonia, su país –la Unión Soviética lo haría por el este 16 días después–, marcando el inicio del conflicto en Europa.

Durante la ocupación germana se prohibió la educación superior para los polacos. El joven Wojtyła se puso entonces a trabajar en una cantera y, después, en una planta química en Cracovia, mientras estudiaba en secreto filosofía y teología en un seminario clandestino, organizado por el cardenal Adam Stefan Sapieha, gran símbolo de la resistencia polaca a la ocupación alemana y, posteriormente, también a la soviética.

Fue ese el momento en que su vocación religiosa despertó de forma definitiva. Al terminar la guerra, se inscribió en el Seminario Mayor de Cracovia y, apenas un año después, en 1946, se ordenó sacerdote.

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