Viernes, 30 de Mayo 2025, 10:31h
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En un artículo reciente evocábamos la figura de Giovanni Maria Vian, un historiador del papado que fue mi cicerone, veinte años atrás, en los intrincados laberintos vaticanos. Vian se convirtió durante el lapso que medió entre la muerte de Francisco y la elección de León XIV –la llamada 'sede vacante'– en el 'vaticanista' más requerido por la prensa; pues bebe siempre de las fuentes más solventes, atesora erudiciones pasmosas y, sobre todo, exhibe un juicio perspicaz que vuelve a brillar en su obra más reciente, El último papa (Deusto), un magnífico ensayo de tono divulgativo donde analiza la evolución histórica del papado, con un enfoque crítico sobre el futuro de la Iglesia Católica. Vian encarna un tipo de intelectual católico casi inexistente en España, que aborda las cuestiones eclesiásticas sin los fervorines propios del meapilas y sin la negra bilis del despechado, con una precisión y una sindéresis verdaderamente admirables, también con una finezza y un trasfondo de socarrona ambigüedad que a cierto tipo de lector, acostumbrado al trazo grueso o estentóreo, pueden pasar inadvertidas.
Giovanni Maria Vian encarna un tipo de intelectual católico casi inexistente en España
Vian utiliza el concepto de «último papa» –en alusión al «Pedro Romano» de la célebre profecía de San Malaquías, que sin embargo considera apócrifa y de muy discutible valor histórico– sin intención apocalíptica alguna, más bien como un gancho provocativo para reflexionar sobre los retos del papado. En la primera parte del libro se analiza el papel del papado en la historia contemporánea, con capítulos dedicados a diversos hitos, desde la disolución de la Compañía de Jesús en 1773 a la creación del Estado de la Ciudad del Vaticano en 1929, entre otros muchos; y se trazan semblanzas muy atinadas de algunos pontífices (y en ocasiones muy cálidas también, como las que dedica a Pío X o Pablo VI), demostrando que su carácter y personalidad (académicos vs. pastorales, introvertidos vs. expansivos) influyen muy poderosamente en sus tareas de gobierno. Más adelante, Vian examina los desafíos a los que se enfrenta la Iglesia, desde el manejo de las finanzas vaticanas hasta el problema de los abusos sexuales, pasando por el papel de la mujer en el seno de la Iglesia. Y, en fin, se atreve a aventurar los rasgos del pontífice que habrá de suceder a Francisco (el libro fue escrito y publicado antes de la muerte del papa argentino), anticipando que será elegido por sus dotes pastorales y su capacidad para restaurar la maltrecha unidad entre católicos, antes que por su trayectoria diplomática o académica; incluso cita entre los candidatos más plausibles a Prevost, demostrando una vez más su olfato infalible.
Pero sin duda donde El último papa se vuelve más jugoso es cuando Vian analiza matizadamente los pontificados de Benedicto XVI y Francisco, que tuvo oportunidad de conocer desde dentro, mientras dirigió durante once años L’Osservatore Romano. Vian muestra una admiración notable por Ratzinger, cuya profundidad intelectual y claridad teológica valora muy especialmente, así como su firmeza al abordar los escándalos de abusos sexuales en la Iglesia y establecer medidas estrictas contra los responsables; incluso alaba –algo que nos parece mucho más discutible– su renuncia, que se le antoja un acto de humildad y valentía. Sin embargo, no oculta las debilidades que Benedicto XVI mostró como gobernante, eligiendo colaboradores que luego le saldrían ranas o mostrándose incapaz de combatir las intrigas y luchas de poder de la curia; y, en fin, reconoce su falta de carisma, sobre todo en comparación con su predecesor o su sucesor. Sin duda, Vian admira más al Benedicto teólogo que al Benedicto administrador.
Más crítico se muestra Vian con Francisco, aunque siempre en un estilo exquisitamente respetuoso y ecuánime. Califica su pontificado de «muy controvertido»; y señala que su programa de gobierno, muy ambicioso, nunca se correspondió con sus realizaciones, más bien magras y siempre confusas. Además, critica su estilo autocrático, divisivo y polarizante, muy poco congruente con esa «sinodalidad» que promovió; así como el «aluvión de entrevistas» que prodigó, muchas de las cuales salpicó de declaraciones excesivamente campechanas. En general, Vian reconoce la voluntad reformadora de Francisco, pero expresa preocupación ante los escasos resultados de sus iniciativas; y discrepa –a nuestro juicio equivocadamente– de sus posiciones «geoestratégicas». En cambio, acierta cuando señala con cierta elusiva socarronería la personalidad arrolladora del papa argentino, quien, inquirido por unos periodistas sobre su nombre favorito, respondió con complaciente ironía: «Jorge Mario... ¿Seré egocéntrico?».
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