PERDIGONES DE PLATA
La dignidad
Antaño se dimitía por dignidad torera, por mera educación, para dar ejemplo a la sociedad
Dale tiempo
El desprecio
En nuestro vanidoso mercado algunas costumbres se esfumaron y otras se agarraron contra nuestros tobillos enroscadas como crótalos venenosos. Durante las sacrosantas comidas familiares, de chavalines, sólo podías levantarte de la mesa cuando los padres concedían esa merced. Ahora me temo que no. Costumbre engullida ... debido a los tiempos modernos, pues. Sin embargo, hábito arraigado con fuerza colosal, hoy, es lo de no dimitir. Jamás. Antes muerta que sencilla. Antes palmado que dimitido.
Calzarnos los zapatos del otro para adivinar qué siente tampoco se lleva mucho. Y no era mala práctica. Si nos deslizamos bajo la piel de, por ejemplo, Mazón, entendemos que se agarre a la butaca. Al fin y al cabo, ¿acaso ha dimitido el fiscal general, o Tezanos, o el ministro Marlaska, o el propio Sánchez acarreando una parentela arrinconada y varias toneladas de mentiras gloriosas sobre su chepa? Entonces, Mazón, mirándose al espejo cada mañana, se dirá lo de «¿y por qué me tengo que ir yo si el resto se atornilla?». Claro que, llegados a este punto, Beatriz Corredor, ante el estrepitoso descalabro eléctrico, al pensar en Mazón mientras se cepilla su lisa y lustrosa cabellera como de guerrillera norvietnamita, seguramente escuchará su voz interna y esta le susurrará algo así como «oye, si Mazón aguanta, ¿por qué tengo que largarme yo y renunciar a ese medio millón de euros?». Con lo cual asistimos a un bucle, a una espiral que, en cierto modo les protege. O dimiten todos, que sería lo suyo, o no dimite nadie y nos confunden ladinos arrojando las culpas contra el vecino. Asistimos a una pérdida colectiva de eso que, en fin, también ha pasado de moda, y es la dignidad. Antaño se dimitía por dignidad torera, por mera educación, porque el jefe debe de pagar el pato y, sobre todo, para dar ejemplo a la sociedad. Los graves fallos exigen su peaje de cabezas cortadas. Pero eso era antes. De todas formas, ahora, los niños, enfrascados con su móvil, ya no se levantan de la mesa para ir a jugar. Son los nuevos tiempos, amigo.
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