sin punto y pelota
Cuándo nos dejaron de gustar los niños
Cuándo dejamos de querer disfrutar con la cara que pone un hijo en brazos la primera vez que nota el agua de mar
Lágrimas currantes
Sectarismo hipermiope con doble rasero
Hay dos niñas que construyen un dique de protección contra la marea alta con su abuelo, que por supuesto sabe que acabará derribado en tres olas y sus nietas mirarán cada embate con emoción. Hasta ese momento, ahí está la cuadrilla de la construcción efímera, ... sin más hormigonera que unas manos que cogen la arena en su punto preciso de humedad. Las risas simultáneas de abuelo y nietas suenan a movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven, a aquella canción tan cursi en la radio del Renault 18 familiar, Mocedades cantando «cuando tú nazcas, ojalá puedas ver el sol», que ahí está, poniéndoles reflejos a las olas, capturados como nadie por Sorolla en sus playas con niños. Un poco más allá, un bebé tiernecito, rollos en los muslos, duerme la siesta al lado de su padre bajo una sombrilla, el chupete puesto y los brazos por encima de la cabeza, con esa sensación de placidez que en la vida proporcionará ningún somnifero, ni después del lexatin, ni del vino blanco, ni de dar de comer al gato. En esas noches, quizás, cuando alguna lamente haber dejado pasar el tiempo en el que podía haber tenido hijos que le dieran malas noches, buenos días, unos besos y una vida diferente.
Más hacia la orilla, un par de niños están concentrados, inmersos en una partida de ajedrez, con el tablero encima de una nevera. Un adulto de la pandilla, que evita el sol en un 'chambao', les pide una corta interrupción porque necesita sacar el botellín de cerveza helado. Son unos pocos segundos hasta que vuelven a estar concentrados en sus sillas de playa, la mirada fija en las piezas, ajenos a la que grita vendiendo mojitos, el sol de tarde dándole a una madre cercana que lee, mientras sus hijos con unos primos tratan de coger unas olas. Al lado, un padre y un hijo se gustan aguantando a las palas y otros entran al rompeolas rematando de cabeza un balón, después de hablar de los fichajes y las alineaciones de su equipo, que luego dicen que los niños de ahora no tienen memoria. Otra niña cuenta monedas para pagar un pastel de los que venden con toque de campanita, vociferando el «tengo el donut de nutella, de pantera rosa» y un padre le regaña a un hijo por no mirar la dirección del viento al sacudir la toalla. «Ven, que te echo más crema», se escucha a una abuela que empieza a teñir de blanco unos hombros infantiles.
Más lejos de la orilla, una madre tapa los ojos a uno de sus hijos mientras cuenta para un escondite y sus amigos corren rápido a agacharse detrás de unas dunas adornadas con unas flores protegidas, como van a acabar ellos, casi especie humana en peligro de extinción. Cerca, hay un señor que no se cansa de tirarle una bola a un perro. Más hacia la zona nudista, una pareja entra en el mar en compañía de su mascota. Cuándo dejamos de querer disfrutar con la cara que pone un hijo en brazos la primera vez que nota el agua de mar.
Cuándo nos dejaron de gustar los niños. Cuándo renunciamos a conservar veranos como los que vivimos. Por qué nadie se ocupa de esta pregunta. Ñoña, cursi, pero relevante. Digo yo.
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