A LA CONTRA
Rebajas en Cultura
Estamos rebajando el nivel de la cultura en nombre de la lucha contra la desigualdad
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Dice Alberto Olmos que la baja cultura es entretenida pero que, cuando la pones toda junta, no sale una catedral sino un mercadillo. Y creo que no hay mejor manera de describir, al menos no de manera más concisa y gráfica, la diferencia entre la ... alta cultura y la baja cultura. Dice también Olmos, pero lo dice de otro modo, que la razón por la cual está mal vista esta diferenciación es porque el primero de los sintagmas incomoda a los que se saben consumidores satisfechos del segundo y no del primero.
Y también en esto lleva razón: ahora que todo deseo es un derecho y que las palabras crean realidades, profesionalización del activismo mediante, democratizar la cultura es fundamental para sostener la tramoya de una igualdad mal entendida. Y toda democratización forzosa pasa por igualar por abajo (hacerlo por arriba implicaría, especialmente en este caso, un esfuerzo muchísimo mayor y unos tiempos inasumibles para las prisas del militante en la bondad).
Así, la cultura, como apunta el ensayista Alain Finkielkraut, está pagando las consecuencias de la lucha contra las desigualdades. Sin distinción ninguna entre baja y alta cultura, si todo es cultura, nada lo es. Y así, lo mismo es hoy ‘El Apartamento’ que ‘La isla de los famosos’ y lo mismo Fernando Savater que Belén Esteban; lo mismo Javier Marías que Elvira Sastre y lo mismo Javier Chicote que Sarah Santolalla. Lo mismo.
Se desdibuja la frontera que separa el entretenimiento de masas y la concepción clásica de los espacios de saber
Los museos deviniendo en oferta lúdica y de ocio, la literatura descansando sobre los hombros de la presentadora de moda y, la música, dependiendo de la postura (manifiesta y manifestada) de una interprete frente al conflicto entre Israel y Gaza (y, sabiendo lo que opina de Israel, ya podremos deducir lo que opina de la regulación de la inmigración, de la amnistía y de, es un poner, la gestación subrogada).
Se desdibuja así la frontera que separa el entretenimiento de masas y la concepción clásica de los espacios de saber, del ideal de cultura. Por miedo a no ofender, a que nadie pueda dolerse porque se piense (o se sepa) que es un iletrado (o, como poco, no demasiado cultivado), preferimos precipitarnos como sociedad hacia esa barbarie de la que nos alertaba Goethe; esa que lo es, precisamente, por desconocer lo que es la excelencia.
¿Es positivo y deseable, entonces, ese acercar la cultura a la masa, ese repensar la cultura y sus espacios (como dicen ahora los cursis)? ¿O sería más enriquecedor y recomendable facilitar que cualquiera que lo desee pueda tener acceso a ella sin dificultad? Que quien desee aproximarse y entender la catedral pueda hacerlo sin necesidad de que cada vez más esta se parezca, por obligación moral, al mercadillo. Sin que nos veamos el resto obligados a dispensar a este tratamiento de catedral.
Por decirlo de otro modo: estamos renunciando a la posibilidad de elevar al ciudadano a través de la cultura y rebajando el nivel de esta en nombre de la lucha contra la desigualdad. Y esto es, en sí mismo, más un desprecio que una consideración, pues, como decía Unamuno, solo la cultura da libertad: «La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura. Sólo la imposición de la cultura lo hará dueño de sí mismo, que es en lo que la democracia estriba». Y no hablaba de baja cultura, créanme.
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